Salmo
42:3 “Fueron mis lágrimas mi pan de día y de noche, mientras me dicen todos los
días: ¿Dónde está tu Dios?”.
Explicación
para una aplicación práctica: Es fácil olvidarse de Dios cuando se está en
medio de la angustia y bebiendo lágrimas. También es muy fácil desecharle
cuando, en nuestro entendimiento limitado, queremos contenerle en nuestras
circunstancias para que Él se acomode a ellas. En el fragor de los días
turbios, al final de la jornada, nos parece que el Dios en el que creemos es
sordo y silente. Por nuestra necesidad de contacto y las fibras sensitivas en
nuestro organismo psicológico, es lógico que en nuestro cuarto de oración
queramos “sentir” Su presencia para ser fuertes e invencibles y proclamar:
“¡Somos triunfantes en Cristo!”. En esta última expresión tendemos a decirla
con un curioso acento épico.
Queremos
experiencias gratuitas del Espíritu o manifestaciones y visos de Su Santidad,
muy al estilo de Isaías 6, para quebrantarnos hasta la médula del ser. O que
nos renueven fuerzas de forma sobrenatural, como en Isaías 40. Sin embargo, olvidamos
que dichas experiencias son limitadas y raras en determinadas ocasiones; que no
digo que no sucedan y tampoco sean malas. Pero seamos honestos: No suceden todo
el tiempo, todos los días, a cada minuto. Suceden cuando realmente hemos
deseado ser vasos quebrados para el Alfarero y Redentor y con todo el corazón
derramado a Sus pies. Y Él nos permita vivirlas. Si somos realmente
quebrantados y proclamadores de Su gloria.
Un
ejemplo básico de lo afirmo, con la Biblia, es Abraham, quien en el resto de más
de la mitad de su vida, ha tenido una media de una visita divina cada 15 años.
Imagínese vivir 15 años sin oír voces, ni tener sueños, ni una Palabra más que
la que ratificara la promesa del Pacto y de su descendencia. En cambio, a
Abraham se le conoce como el “Amigo de Dios”. ¿Sabe usted por qué? Por una
sencilla razón: Por su fe. Según la Epístola a los Hebreos, en el capítulo once
(conocido también como el “Salón de los héroes de la Fe”), nos enseña que
Abraham le creyó a Dios en cada uno de Sus propósitos eternos. Abraham creyó a
pesar de no escuchar la voz de Dios ni de estar en Su presencia en un promedio
de cada quince años. Él creyó por fe a lo largo de su vida en la Tierra, y no
por buscar experiencias emocionales y sobrecogedoras.
Sienta
no sienta, experimente o no experimente la gloria del SEÑOR, Dios en Cristo ha
prometido Su presencia con nosotros. Es un asunto de fe, no tratando a amoldar
a Dios en nuestros términos y circunstancias; sino en los Suyos. En realidad,
somos nosotros quienes andamos como sordos y silentes e ignorando Su voluntad
para nuestro diario vivir. Nuestro SEÑOR Jesús lo dijo enfáticamente:
Mateo
28:20 “enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo
estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén”.
Vivir
cada día creyendo que nuestro SEÑOR permanece con nosotros siempre es una
certeza y una realidad mucho más excelsas y por encima de las experiencias que
por gracia nos pueda conceder; pues la fe en Su presencia nos asegura dependencia
de Él, sin añadir nada más a ella.
Por
último, si reconocemos este principio básico en nuestra oración y comunión con
nuestro Sabio Dios, comprendemos que la fe ve más allá de lo que vemos en un
agujero diminuto de la perspectiva humana; la fe observa y contempla con
lentitud todo el cuadro completo de la Soberanía de Dios... y claro, nos enseña
a esperar en Él.
Posdata: Cuando hablo
de las experiencias de la manifestación de la Gloria del SEÑOR y Su Santidad,
no hago alusión a las falsas experiencias carismáticas y antibíblicas. Hablo de
aquella que nos quebranta para permanecer en un estado profundo de adoración,
humillación y temor de Dios.